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¿Por qué, Pavlov, por qué?

Recuerdo tu carita de niña, los viernes, al salir del curro. Y me erizo de dolorosa melancolía al ver trajeadas caras largas que se dirigen a su mierda de apartamentos a disfrutar de dos jornales de descanso. En frente, como un reflejo estúpido, uno más. Por el amor de Dios, si es viernes.

Tengo que sentir La Náusea para continuar, porque la plañidera en que me he convertido no quiere revivir la emoción de llegar el primero al chino de siempre, para comprar pipas Tijuana y unas litronas. Y es que hace años, los viernes por la tarde, íbamos a la bolera para ligar con las niñas de Alcobendas y el descojone era máximo si Carlitos tocaba por fin una teta. Luego nos refugiábamos en bancos con reflejos vespertinos para magrear, mientras señoras de rulo olvidado sacaban a sus maridos a pasear y nos miraban con el descaro con que se licencia a un adulto, con el sol aun molestando. Y si la cosa iba bien, nos colábamos en los tejados o sótanos de Montevalle para probar nuestras primeras fechorías con las niñas buenas de clase. Y si la cosa seguía, queríamos más el sábado en Elite Light y llegábamos a casa a medianoche, apestando a Vodka barato y al Chanel nº3 del que tanto hablaba El Chivi en Pija Ella, Pijo Él.

Y el lunes, en clase, todo eran risas, exageraciones y partes de incidencias. Al clamor de la tierna infancia, nos hacíamos diminutos en sillas de contrachapado beige y tornillos de esos que ni vienen, ni van. Nos enamorábamos del espectáculo de los ventanales, de nuestras primeras incursiones sociales en el recreo y, sobre todo, de ti, tímida bajo la cal que empolvoréa la clase de ciencias.

Entraban en la retina jeroglíficos matemáticos, los retratos del profesorado disgustado que aún convalece en nuestro subconsciente y ese olor dulce a sudor infante, juventud sin hora de marchitar. Beatus ille, puesta a punto del caldero de cultivos refinados que harían de nuestras bravas almas perros obedientes de terciopelo. Y un día, de pronto, alguien tiró del freno de mano y aparecimos derrapando y con un 5,6 como estandarte ante las puertas de Selectividad. Se acabó lo que se daba, Fulanito a la Paquito, Maripili a la Autónoma y Borja al ICADE, a comer bollos, mientras el Rulos seguía desintoxicándose en no sé qué centro privado.

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Qué importante fue la biodiversidad vivida. Encontrábamos en manuales de SM parafernalias y textos históricos con románticos toques progresistas entre pintadas, rotos y manchas de tinta y subrayador. Éramos la generación que vomitaría sobre la cultura al entrar tropezando en el tercer milenio, pero todavía no lo sabíamos. Alguien pensó que no estábamos del todo cuerdos para la verdad.

Libros o vasallos, y en pleno desfallecimiento, fuimos engañados por la apariencia, se nos esclavizó contra-natura al existencialismo que olvida la esencia y nos dejó inertes al continuar de los acontecimientos. Y en un suave paseo rozando la superficie, disfrutamos del suave oleaje, de los colores pastel y de la madre que nos parió y dio teta hasta los 18.

Somos los primeros de los 90, la última generación que corrió las calles y pintó con Poscas. Los años soñados los tuvimos de verdad. Y nos peleábamos sin rajarnos las espaldas, y nos traicionábamos sin masticar el odio. Éramos y somos las últimas personas que crecieron sin los putos Kindle.

Después, rubita de pecas estivales, empezamos a quedar para dar paseos y a hablar de cosas de mayores. De la importancia de la verdad, de la plena consciencia del pasado vivido, de cada objeto, de cada persona y de cada gesto que no nos gustaba.

“Coged las rosas mientras podáis,
veloz el tiempo vuela.
La misma flor que hoy admiráis,
mañana estará muerta.”

James Waterson

Rozando la senectud benjamín, comenzábamos a ser testigos de la tamaña historia que crecía a nuestras espaldas. De la sangre, del sudor, y de cómo para amar bien solamente teníamos que aprender del sufrimiento que es testear el mundo real. Pero, ¿sabes qué, rubita?, éramos unos novatos.

Hace siete años que no hablamos, que no me miras así. Pero con el casual cruce desde el cristal del autobús que dobla la esquina de tu casa, o al escuchar de ti, sonrío. Al fin y al cabo, sigues ahí. Sigues siendo tú. Y, como yo y a tu manera, también has descubierto que el colegio no sirvió para nada, que tuvimos que crecer solos y quizá también te costó, como me costó a mí, no tenerte en el proceso.  Y nada salió sobre lo planeado.

Quienes tuvieron que formarnos pensaron que era mejor dejarnos aparte de un mundo cruel, como garante de hacer permanecer en nosotros una voluntad del bien. Y consiguieron el infantilismo que retrasó el disfrute maduro de los verdaderos placeres, y del que muchos no saldrán. El infantilismo que nos llevó a la ignorancia y, después, al placer por la ignorancia. Y sumada al respeto por el positivismo que se nos inculcó creó la mayor mierda posible: un ejército de imbéciles con buena voluntad.

Disfrutábamos practicando como los perros de Pavlov. Todo eran salivas en campo abierto, alarmas que daban pie al disfrute y solomillos tiernos donde metíamos la boca e hincábamos los incisivos para devorar. Todo era fábula.

Y Pavlov tocó el último timbre. ¿Por qué, Pavlov, por qué?

Estalló el caos, de pronto, con los 18 en carne viva por las cicatrices del acné, y comenzó el trato belicoso que espantó al caballerismo. Nos habían engañado como párvulos con las fantásticas historias sobre perritos que siempre vivieron en granjas. Se nos adiestró como rebaños para actuar con instintos ignorantes en un mundo de tiburones. Poco libres, muy prácticos, enjambre sin sentido.

Por eso alcanzo Plaza de Castilla, donde he de bajarme y seguir en la 9. A casa, los viernes. ¿Por qué me has hecho esto, Pavlov, por qué? Porque así es la vida y así es la guerra.

Y yo todavía pensando en tus pecas.

 

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