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La ansiedad del camaleón

En ocasiones un desamor me contenta. Explora partes de mí hasta entonces oscuras y me explota una nueva libertad que intrínseca, había permanecido escondida y oscura.

A veces, cuando se me rompe una arteria, rompo a llorar en tinta y me elevo por encima de las sociedades. A veces, esa incomprensión de no poder coger lo que más se anhela, me da un foco por encima de las democracias, de las civilizaciones y de los hombres.

Y es que cuando se sufre, la lírica procesa un desenfreno. Estalla en chiribitas de humildad y pone a uno a los mandos del timón que, a la deriva, lleva a una vida con amor. Cuando pasa, en el acurruco de los dedos que serpentean sobre el tapiz de un teclado antiguo se acaricia el mar de la única incertidumbre cierta. A veces, no saber para quién escribo crea en mí, en un alarde de tempestades de amor, una norma suprema.

Que la felicidad es un cañón recién disparado. Una muestra de semen en el fondo de un armario hermético. Es violencia. Es impulso. Es instantáneo.

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Que la felicidad rota, puerta del amargo sabor de las almendras que me recuerdan a ti, es paseo frío por un campo desolado, curtidor, rejuvenecedor. El amor no es prematuro, ni es fuego eterno. Ni esta se consagra, ni se entrega, ni se alcanza. La felicidad es un regalo, que llega fuerte, que te estampa, que se va.

Es una sombra que nos invita a bailar sin compañía.

Y en la ingenuidad de la reconquista nace el verdadero de los despistes. El que nos lanza por la borda. El que nos hace creer. El que nos mata de esperanza. Y que también nos hace comprender. El único conocimiento de que la aleatoriedad de otra fugaz despedida aparezca como una bomba de sonrisas y complicidades. Eso, nos hace desear sobrevivir.

Porque volver a ser protagonistas del vívido placer es el único sentido del camino.

Y por eso lo hacemos. Por eso nos estrellamos y luego volvemos a estrellarnos. Por eso, buscamos la punta de las flechas, por eso queremos sentir balas de papel desgarrándonos la cubierta del pecho. Por eso, de forma premeditada, salimos a la calle a conocerte a ti. Y a ti. Buscamos sentir ese rechazo, esa prueba de que exististe dentro de nosotros, en una conjunción de pólvora y sueños, el verdadero romance.

Por eso se alcanza la destrucción de la romántica producción. Por eso, cogerte y rozar nuestros pómulos en otro adiós es, como las olas desdibujándose en penosa silueta de espuma difuminada, la promesa de lo que vendrá.

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Así, gana sentido salir a mirar y mirar. E imaginar. Y rozar las manos en el autobús con esa chica de ojos tristes. Así, nos golpeamos y nos hacemos daño. En una premeditada poesía del destructivo contacto físico.

Nos buscamos. Te busco. Encerrados en un valle de plata de las emociones que se disimulan. Queremos volver a besar y a sentir, y volver a destruir. Queremos volver a sufrir y encontrar esa pequeña verdad de que, al perder, lo que de verdad tenemos, es la evidencia de haber ganado. De haberte ganado.

 

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