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Fue bonito no hacer el amor

Alegórico, fruto del intento de contar lo inenarrable, de poner en palabras la complejidad de las sensaciones.

Lacónico, una huida contra el rompeolas donde se destroza la rutina, se para el reloj y tus labios parecen abrirse para devorarme.

Ringlero, esquemático y preparado para contar cómo empezó todo y terminar con un desenlace de pausas, silencios y susurros.

El arte funesto de acabar los días desbaratando demasiados planes, ahora sinsentidos. Y concentrar en un vaso roto todas las pasiones. Y disimular cuando te vea sentada esperando al tren en tu parada, a tu hora.

Y subir al escenario final, teatro de toda la vida y en un desvivir, saber que, después de todo, todo ha sido para nada. ¿Y cómo juzgar una vida vacua? Imposible, incluso para Flaubert, escribir acerca de la nada.

Armarme de valor y ocupar el asiento de tu lado en el vagón. Agarrarte desesperado del brazo y retenerte. Mirarte fijo para hablarte.

– ¿Alguna vez hemos hecho el amor?

– Nunca.

– Ahora, entonces, tenemos algo bonito pendiente.

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Tengo que explicarte que mi vida es como un truco, un mal truco de magia que nunca comprenderé. Por eso quiero vivirte y que después no me quede más. Quiero que después no me llames, nunca, para que pueda sufrir la nostalgia de haberte perdido.

– Quiero besarte y que te vayas. Quiero recordarte, echarte de menos y sufrir por tu ausencia.

– Estás loco.

– ¿Qué tenéis contra la nostalgia? Es lo único que queda a quien no tiene fe en el futuro.

Accede, por favor.

Accede para que pueda inundar de celos mis ojos en cada atardecer que pase sólo. Para que pueda escribir con detalles, una y otra vez, sobre aquella noche de ventisca. Picante velada en la que presos de vaciles, arremolinados bajo el ardor de la chimenea crujiente, tú desnuda y empapada, yo ciego y con vigor, te follé junto a un piano de la época victoriana, que  tocaba sólo una melodía.

Sólo lo haremos una vez, una vez eterna.

Y nos escucharán por el balcón abierto y nos odiarán.

Y tus gemidos de ángel todavía erizarán mi piel dentro de un año.

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Y acabaremos íntimos, en una explosión que destroce todo. Fusionados.

Y después, nada. Aplausos  por nuestra interpretación.

– ¿Aplausos?

– Sí, porque los pobres idiotas no entenderán nada.

– ¿Cómo?

– La semana que viene, cuando llegue septiembre, quizá llueva o quizá no. Pero este otoño no se marchitarán nuestras ansias, porque hoy ya las consumiremos todas. Y vendrá el invierno y no tendrá nada que congelar. Y después llegará la primavera y tu vida se llenará de flores. Pero a mí me faltará algo.

Lo que quiero decir, mi amor, es que ya no nos queda nada. Porque viviré siempre recordando tus muslos hasta que me llegue la cita mundana por excelencia. Se atreverán a juzgarme  y yo les contaré que por poseerte un segundo vendí mis intenciones y por no tener cartas para un amor, acabé guardando en un cajón con llave esta relación de sentimientos.

– En otros lugares hay otras cosas.

– Sí, pero ya no me importarán.

Quedará todo sepultado bajo la vergüenza de estar en este mundo sin poder tenerte una cita más. Se morirá todo a mi alrededor. Personas, cosas… todo. Se morirán ante mí, pero a mí no me quedará nada que sufrir.

Y entonces estaré próximo al final, a mi final, y prepararé mi última intervención. Sobre el atril de la postrera despedida miraré con desprecio a mi inerte piel descolorida. Atisbaré la sala vacía buscando tu silla también vacía, sin siquiera recordar tu nombre.

Sólo me marcharé, pero antes te miraré borrosa entre las lágrimas del recuerdo y anotaré unas palabras en un papelito, que guardaré en el bolsillo de mi última chaqueta, para siempre.

Morí porque mi amor militaba en otro bando.

Morí porque mi amor me disparó.

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