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Digo siempre adiós, y me quedo

Enganchado a unas finanzas que no parecían perfilar nunca una salida honrosa, Alonso se paseaba siempre frente alzada con aires de dictador. Y entre algunos asuntos, iba sobreviviéndose entre cervezas mal tiradas, coladas que nunca se planchaban y una sartén sin encerar que le empujaba a agotar el erario en mesas caoba y cubiertos ardientes a las dos en punto.

Del tres al cuarto, hacía de nueve a seis sus tareas de publicidad en la silla de una pequeña agencia. Sin demasiado destacar, llegaba al final de la semana con una carga en la espalda que no terminaba de soltar durante horas de alcohol y reuniones, soledad y sueño mal pagado. Solo en apariencia, parecía dicho, hecho y directo. Exitoso, esbelto y perfumado. Pero Alonso rechazaba compañías y huía de intimaciones. Encontraba poco sentido en su manera de ver las cosas, y la idea de marcharse tampoco era cosa puntual. Marcharse en caricia de gatillo o en trote por ruta, eso no importaba, pero irse.

No era un callejón sin salida, era la expectación por ver la muralla estallar. Alonso era consciente, de alguna forma, de la futilidad del tiempo, y se decidió a que si lo recorriera, lo recorrería de veras. Porque ser la consciencia era una cárcel, estar anclado un castigo. ¿Y qué motivos para seguir? Sabía que, quizá, los motivos crecen como una necesidad ilusa de enfilar una empedrada que lleve a alguna parte. Y al menos buscaría el amor rompiendo su obtuso desnivel con la realidad.

Alonso achacaba este pesar el desencadenante de la rutina, un arma infalible que nos coloca contra nuestras vidas, desde que nacemos, hasta que morimos. Y en la aleatoriedad de las cosas, el Universo rara vez conspira con un fin, y en esta muestra escandalosa de lo advenido, a veces la cadena se rompe y se manda todo a tomar por culo. Y cayendo, encuentra uno la libertad. Y así acaba y empieza la historia de Alonso, que se despertó a las nueve de la mañana de un sábado en junio de 2007 y se marchó.

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Vivió entonces Alonso su vida en ruta durante 11 años y 11 días. El camino se tendía sobre el suelo, a lo largo, hasta el horizonte, el camino. Un hombre podría recorrer un camino una y otra vez, ida y vuelta, varias veces. Todas las aventuras tropiezan cuando encauzan un camino, predeterminado, con final concreto. Sin esperanza la ruta, vende su pasión por valores seguros, el camino. Y eso es lo que necesita el hombre, por eso el hombre construye los caminos. Primero escarba la dura tierra para marcarla, después lanza sobre el suelo largas vigas de hierro viejo, que agarran a gigantes monstruos cargados de pasajeros atrapados, esclavos, que desgañitan sus sueños en silencio, escudriñando entre las figuras en el vaho. Y sin desear lo lejano y sin acceso, no hay camino.

Primero encontró grandes hormigoneras que trazan kilómetros. Toneladas de alquitrán que arden y humean bajo un sol que arrasa desmerecido. Largos papiros de una terrible tinta, que pisa los escritos con manchas de neumáticos, del negro como el aire de la industria. Terribles viajes, historias frustradas de huidas, por caminos. ¿Quién huye por caminos? Los hombres lo hacen.

Pero la vida no sería siempre triste, y Alonso siguió firme a la palabra que le repetía desde las raíces y encontró cada vez más verdes y menos grises. Todo lo que debíamos aprender, lo cantaba en las esquinas de las rocas grandes y arrancaba del pecho sus lamentos a los extranjeros. Empezó a los besos, y enamoraba con las verdades más sencillas. Un te quiero o una miga sobre el perfil del labio, “y una mano manchada de arcilla, que se convirtió en arcilla” (Neruda).

Y cuando encontró con páginas la abundancia, regresó a una España desconocida, y vio entre la gente en paz, metal ardiendo y una guerra silenciosa. De él, solo una creciente afición por la bebida. De ella, solo el caos permanente y las risas entre las aceras impacientes y la ignorancia por las cosas que vienen del Caribe. Cambió el plumaje y amplió su catálogo por las bebidas desnudas de todo el mundo. Y volvió indiferente y distinto a una rutina de fiestas y reuniones. Y un día, uno que le conocía le vio y tras las pesquisas por el viaje, Alonso, vio en las preguntas sangre, y empezó a escribir por fascículos para arrancar la lanza y depositar el cadáver de su amigo, lento, sobre las flores teñidas de la púrpura y que goteaba muerte de las rosas que un día fueron frescas.

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Digo siempre adiós, y me quedo

V. Huidobro

 

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