Hablemos de Pisco. Provincia y ciudad peruana, a orillas del mar peruano. También rúbrica de tradicional trago del imperio incaico. Trago, por cierto, peruano y no chileno, se diga lo que se diga. Y es importante reconocerlo como tal, para dar fuerza a que prevalezca lo genuino y lo auténtico.
Pisco, mal de males o amor de amores. Joya de extraperlo y motivo de las peores putas resacas. Pisco con Sprite para salir a quemar Madrid. Pisco en el hueco de los tapones de plástico para hacer colegas de todos los países. Pisco para “My plan is not to love you” y acabar mamándote el cuello a lengüetazos. Pisco, razón de ser. Pisco, cola de contacto para las amistades eternas. Y para que el mundo de volteretas.
Pisco ahora rajando mi retina mientras las ruedas de tu avión se levantan para siempre de Barajas. Heridas en el ojo que hacen imposible seguir con la mirada el intermitente que se aleja e ilumina con solemnidad la noche de la calle que te acogió. Un todoterreno sobre el asfalto que arde en agosto, reventado de maletas, reventadas de recuerdos.
Recuerdos y viajes. Gritos, ajustes de cuentas y risas que despertaron a barrios enteros. Maestros de salones que tu tarjeta de crédito convirtió en barras libres. Y subir gateando, una y otra vez, esas escaleras de 10 o 12 peldaños al canto de un vasco, dos vascos, en calle Los Vascos, previo regateo de bebida pirata al regente de Lecumberri. Odas al Jägger y filas de bachata.
Y esa mujer que no hablaba nuestra lengua e iluminó una vespertina portuense, veladas sobre la desembocadura del Douro con la vena contagiada por lúpulo y cebada, en búsqueda del Museo de la Cerveza. Saber cómo aprieta el cinturón de Orión a los que sueñan despiertos, al sabor de dobles maltas que tú no diferencias. Ríos que aplastan a su camino y no se detienen. Y un Tajo que iluminaba un viaje en trance, a la ribera de caminatas por los adoquines donde encontramos un lugar para fantasear y huir de aquellos amores que no nos dejaban dormir. Y la furia estallando en costas nazarenas hasta que las palabras sobraron.
Las mismas palabras que tuvimos que utilizar para confesar nuestros desenfrenos. Despertares tras irnos sin pagar del taburete y las riñas que finalizaban con tus carajos y otras bebidas bobadas que nunca conseguí seguir. Amaneceres entre paredes desconocidas, descosidas las telas de la vergüenza.
Y ahora te marchas con lástima, sin haberte impregnado de nuestro duro dialecto de los que no saben sentir. Porque no estaba entre tus planes. Eres lo que te llevas y somos lo que dejas. Eres por donde vas y por donde pudiste haber ido.
Y sin embargarme de apenado, me sobrepongo por un compañero que ahora pelea lejos. Amigos por doquier, en defensa de los mismos intereses en todas partes. Que no es esto otra cosa si no la propia vida. Y el deseo de que un amigo cumpla, esté donde esté.
Y haciendo crujir la silla en la que me apoyo, me levanto con furia y me sirvo una copa de esta bebida de tu tierra. Golpeo la mesa, tres veces. Una por la fortuna, otra por la fortaleza y otra por tí. Y grito al aire para que toda la sala se entere de que es un día triste porque un hermano se marcha a otro país. También orgullo airoso por la victoria de haberle conocido y porque ha encontrado un camino. Por todo eso, levanto mi copa llena y grito “¡HURRA!”.
Y ahora, derramamos este amargo licor sobre nuestras cabezas para que la vida siga, y para que tus decisiones sean un éxito, vayas donde vayas.
Brindamos todos, con pisco, por ti.