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Al solsticio de invierno

La tarde era pesada, de rojos y azules que serpenteaban la celeste hasta el horizonte, envolviendo nuestras cabezas. Nos reíamos y nos callábamos, instantes de comprensión. Nuestros pies sobre la tierra seca de la época estival, un paso atrás para ver mejor el cuadro, el escenario bucólico, campo ensombreciendo el último día, que se consumió como el verano, como la última calada de un cigarrillo.

Irremediable, la noche comienza. Y el tiempo nos mira implacable y no perdona. No espera a nadie. Brindó fugaces instantes, y nada más. No suficientes para contar los lunares de tu espalda, ni para tumbarnos en la hamaca a mirar las estrellas sin tener que ir nunca a dormir.

La noche ahora, luego el día, y más tarde el eterno retorno. Clavado a una imagen infinitas veces, inclinado en la tarde tirando mis tristes redes a tus ojos oceánicos. Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad. Quiero elegir el plomo, el peso que me mantenga a raso de la realidad, digna en los días en que estás; y dar la espalda a la leve libertad de tu ausencia. Se trata de una elección.

Una elección que no puede ser tan difícil, no debería. Esperamos de la mano a la noche, hora que iluminó de celo los pensamientos y envenenó algunas intenciones. Hora que sirve unas veces para aclarar mentiras, otras para reinventar una realidad juntos. Y no puede ser este fruto tan prohibido, ni tan reservado, ni una sátira que llega entre tanta tiniebla. Es ahora tarde para seguir despierto y pronto para que amanezca. Y un corazón… cetro de una paz muy lejana del zeitgeist de la televisión común, enemigo de mi placer favorito. Eres un anhelo, una virtud, indigna de idiotas aspirantes.

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Y yo no quiero que te vayas con aquel. Sí, ese, el perfecto, el de los calcetines a juego con los gemelos. Tampoco con el del Targa recién encerado. Ni quiero que le des tu número al que se mira en todos los espejos. Lo que deseo es robarte. Que no aceptes esa cita tan cara, que les dejes y vengas a chocar tu cadera haciendo unas eses, contra la mía.

Que arranques con tu boca el velo que me cubre de colores cuando me miras. Que muerdas, que eches abajo la puerta de mi casa y que lo muerdas todo.

Y entra ahora hasta dentro, muy profundo, y siente como brillas bajo la intimidad del salón. Y olvidate de lo demás, y retoza conmigo hasta las 11. Y paseemos, y que las huellas se borren con cada golpe de espuma. Y que te calles la boca y que aprietes tus labios diciéndolo todo. Y los ojos a blanco. Y tus susurros mojados que provocan. Y que se claven las uñas. Y muy seco, y muy fuerte. Y que destiles, desnuda, rendida y ganada.

Quiero que dejes de caminar por la acera, por los cómodos adoquines. Pisemos las flores. Ríete, sonrójate. Y prestame tu tiempo para que descubras todo lo que temo. Inhala con tu pequeña nariz los pétalos, y recuérdame todos los días las pinturas de la última vez. Dime una palabra y hazla tuya.

Que me invites a comer y que tires su ramo a la mierda. Que me griten “¡Miserable Paris, raptor de mujeres!” y estallar por ti una guerra. Que salgas antes de trabajar para ir a por un vestido a tono con tus labios escarlata, para mí. Y que no contestes al timbre cuando vengan a buscarte, y que me escondas en tu armario.

Y quédate a desayunar, y hazme mañana el nudo de la corbata.

Tienes que saber que tarascaré contra toda la fornitura, todos los días. Y que me tropezaré también en la calle, delante de tus amigas. Y que conduzco un poco mal. Y que a veces vuelco.  Y que con la ortografía soy un poco despistado. Y que nunca consigo levantarme a la hora.

Y que me dejas sin palabras.

Pero también que guardo en mi boureau el secreto de parar el reloj, de elegir las estaciones y de retroceder hasta el tiempo en que estabas, como una desconocida, delante de mí. Y que pasen los segundos y minutos, y toda la noche. Para al fin rozar tu piel mientras vuelve a amanecer. La promesa del eterno retorno, la joya del solsticio de invierno. Y que vuelvas a llamarme.

Y que vengas mía.

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